Tuvo el norte de mi muerte apretado a sus costillas
inundando su espalda de las rosas perennes de mi boca.
Cada encuentro era un nuevo desafío,
surgían los silencios de lluvia,
la risa como lágrimas marinas,
el caer desde el fondo al más fondo,
todo lo llenaba su voz de aguardiente.
Sin buscar la calma, los dedos
sabían llegar a lo más hondo del otro,
perdidos los dos en el maremágnum de las sábanas.
La oscuridad o el mediodía,
todo era voraz y mortal, nada importaba,
mientras la esencia del otro nos dejaba esa sed
que impronunciable no se sació nunca.
f,
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