Frecuentaba la distancia,
esos signos inequívocos que deja el dolor
como cicatrices apenas perceptibles en el corazón.
A veces era la urgencia,
y mis manos
un vaso demasiado pequeño para sostenerla.
Empapado de ella y del abismo de su piel
crecía en mí a intervalos del látigo de su deseo,
sombra con sombra,
dos cuerpos enlazados al instante.
Los días de verano pasaban
entregados al calor de las sábanas
o perdidos en los viejos cafés o las librerías del barrio Latino.
Siempre las historias tienen sus misterios,
el puente donde se armonizan los recuerdos,
donde a lo mejor, el rojo pasa de ser un color de labios
al flujo sanguíneo del que uno, sin saberlo, respira.
f.
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