Vino el cigarrillo del silencio, las volutas azulaban lentamente al morir en el techo. Te oía respirar muy bajo, mientras a unos metros de mí mirabas a través de la ventana. Desnuda y con el aroma hurgado en el deseo entre tus piernas, tu espalda tenía el brillo nacarado que deja el sudor y las sonrosadas aspiraciones de mi boca como huella inequívoca de nuestra noche juntos. Trago a trago deshicimos los últimos besos, con la pulcritud del cirujano y en mitad de aquel océano usamos un bisturí para sajar las sombras y nos dimos con esa victoria un último homenaje. Espesos y un poco borrachos nos miramos dentro para olfatear por donde nos rondaba esa última llamada que trae el amanecer antes del diluvio.
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