La hierba crecía entre los surcos del invierno,
los bueyes, como buenos ancestros
traían el laudo del tiempo y la demora.
Había hundido mis manos en la tierra,
un devoto ahínco para entregar mi ardor,
la piedra de silex que me quemaba en el regocijo del mediodía,
sin saberlo, el hilo de Ariadna,
perdido entre mis ingles, cruzaba la espesura.
Había demasiadas cosas en el abandono,
un grueso libro de notas y silencios hambrientos de su vientre.
Sentí los primeros almendros temerosos
tornando sus flores en avisos,
diminutas y hermosas traían hasta mi su escalofrío.
Un tambor tras otro sonaba en los vergeles del anochecer,
una huida de nubes moradas transitaba hacia el oeste,
el viento, ululaba en su corona con los viejos cristales de la espera,
la luz permeable a la lluvia entraba despacio, de puntillas,
mientras ella, imperturbable,
caía en mi regazo nombrándose mi estrella.
2 comentarios:
A la sombra de tus versos el inviero es más cálido.
impactada he quedado al leerte
PRE_CIO_SO!!
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