Aquí, en lo más profundo de la vida, una rabia desorientada quisiera transformarse en amor; unas alas abiertas en lo más negro y cerrado, amor a mí mismo, a la memoria transfigurada, a la llama del recuerdo en la que venís, amados, a prender vuestros cirios.
Una luz que se multiplica como una música que crece. Una esperanza que se columpia entre mi poema y la vida.
Levanto la vista y compruebo que del mundo sólo he venido a buscar esta imagen: las olas pálidas que vienen y vienen bajo el cielo frío.
Por allá a lo hondo se fueron los héroes.
Las olas jugaron un momento con las negras cabezas de mis parientes, y luego sólo espuma y la sombra de los pájaros.
El instante en que de la orilla se retira la espuma. Manos que no se pueden estrechar. Había que aprender el dolor de las canciones, debían grabarse a fuego en el ánimo y ser a la vez blasón e infamia.
El murmullo del mar aúna todas las ausencias. Arena como cenizas. Gaviotas como crucificados.
Antaño alimenté serias esperanzas. Creí vislumbrar la verdad en un fortissimo de la orquesta del viento, y bajo yelmos plutarquianos mis amigos desfilaban.
Aprendería los caminos que atraviesan los desiertos. A los héroes allí abajo mostraría mis heridas.
Navegar es necesario. ¡Oh estrella, estrella fija!, mañana el día será sin nubes.
Quizás nos aguarden aquéllos de los que nos hablaron: los hermanos mayores, las manos que enseñaron a tallar liras y barcos, runas y cabezas barbadas, el arabesco del buen augurio.
¡Oh estrella, mi estrella!, bendice el verso último cuando arda el mar. Amaina el más cruel de los mares. Cuando pienso en cien jóvenes cayendo lentamente hasta la arena del fondo, mar y cielo me parecen dos grises piedras inamovibles sobre sus huesos mojados.
Oh stella maris, el día mañana será sin nubes.
Viste a aquéllos, los orfebres de las metáforas, caer como tantos otros después sobre la palma abierta de la vasta mano del mar.
Monstruo que los atesoras, que con sus galones y vértebras ornas tus profundas estancias, transforma sus calaveras en secreta y extraña belleza, haz de sus voces perdidas acordes de tu sinfonía de olas.
Un grito de pájaro da inicio a la lluvia. Y yo, que hice de mí un ídolo movido por espasmos musicales, desde mi patria deshabitada, vacía de voces, pienso en todo lo que florece y se colorea en los prados extranjeros, la vida que se apresura.
Yo aún espero ver llegar el último verso de mi parentela, las maderas con las que ornaran una playa remota, una moneda en la barriga de un pez, una fíbula en el pico de un pájaro, un tributo a la amenazada juventud.
Ángel Sobreviela
Una luz que se multiplica como una música que crece. Una esperanza que se columpia entre mi poema y la vida.
Levanto la vista y compruebo que del mundo sólo he venido a buscar esta imagen: las olas pálidas que vienen y vienen bajo el cielo frío.
Por allá a lo hondo se fueron los héroes.
Las olas jugaron un momento con las negras cabezas de mis parientes, y luego sólo espuma y la sombra de los pájaros.
El instante en que de la orilla se retira la espuma. Manos que no se pueden estrechar. Había que aprender el dolor de las canciones, debían grabarse a fuego en el ánimo y ser a la vez blasón e infamia.
El murmullo del mar aúna todas las ausencias. Arena como cenizas. Gaviotas como crucificados.
Antaño alimenté serias esperanzas. Creí vislumbrar la verdad en un fortissimo de la orquesta del viento, y bajo yelmos plutarquianos mis amigos desfilaban.
Aprendería los caminos que atraviesan los desiertos. A los héroes allí abajo mostraría mis heridas.
Navegar es necesario. ¡Oh estrella, estrella fija!, mañana el día será sin nubes.
Quizás nos aguarden aquéllos de los que nos hablaron: los hermanos mayores, las manos que enseñaron a tallar liras y barcos, runas y cabezas barbadas, el arabesco del buen augurio.
¡Oh estrella, mi estrella!, bendice el verso último cuando arda el mar. Amaina el más cruel de los mares. Cuando pienso en cien jóvenes cayendo lentamente hasta la arena del fondo, mar y cielo me parecen dos grises piedras inamovibles sobre sus huesos mojados.
Oh stella maris, el día mañana será sin nubes.
Viste a aquéllos, los orfebres de las metáforas, caer como tantos otros después sobre la palma abierta de la vasta mano del mar.
Monstruo que los atesoras, que con sus galones y vértebras ornas tus profundas estancias, transforma sus calaveras en secreta y extraña belleza, haz de sus voces perdidas acordes de tu sinfonía de olas.
Un grito de pájaro da inicio a la lluvia. Y yo, que hice de mí un ídolo movido por espasmos musicales, desde mi patria deshabitada, vacía de voces, pienso en todo lo que florece y se colorea en los prados extranjeros, la vida que se apresura.
Yo aún espero ver llegar el último verso de mi parentela, las maderas con las que ornaran una playa remota, una moneda en la barriga de un pez, una fíbula en el pico de un pájaro, un tributo a la amenazada juventud.
Ángel Sobreviela
F
7 comentarios:
Muy duro pero muy hermoso. ¡¡ Felicidades!!
Ciertamente, la esperanza es lo último que se tiene.
Yo sólo espero.
Punto.
Un abrazo
Es difícil escribir desde alli donde Homero describe:"una noche perniciosa se extiende sobre los míseros mortales".
Límites al borde de los descriptible desde lo más profundo de la vida.
Es verdaderamente sobrecogedor y sublime lo que Ángel Sobreviela escribe con sabor a exilio y a búsqueda imposible.
Todo un formidable poema.
Gracias.
Paso a darte un abrazo antes de volar.
Me voy a buscar a los héroes.
Kalinicta.
Ybris, bien visto y bien citado el pasaje homérico. Aquí te paso otras visiones de la tierra cimeria que recopilé en mi blog:
http://angelsobreviela.blogspot.com/2009/06/cimeria.html
Gracias,Ángel. Paso a leerte
"Cuando arda el mar"
Sublime, Ángel.
Besos
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