Tanto andar en los infiernos y sigo siendo carne,
ni Dante tuvo este innombrable retorno.
Me encuentro en las huellas que habité,
en los resquicios de hurgar adentro,
en la luz invisible donde me ahogo,
en las noches sin lumbre respirando en la boca del lobo.
Vuelvo a beber y exprimo un limón en mis labios,
el ácido despeja las entrañas y deshace los nidos de nostalgia.
Hay lágrimas y viento en mi mirada,
un colirio benéfico para sentirme vivo.
Mis manos saben de sostener la incertidumbre
o de ahogar en su puño el pálpito de un pájaro.
Cada cierto tiempo se agrupan los astros para mí,
silenciosos dibujan sus mapas,
bitácoras de viajes, difusas islas interiores,
ardientes desiertos donde solo existe la sed.
En esas noches Beatriz se deshilacha en el fuego.
Sus labios no saben pronunciar una verdad,
solo escribe temblorosa con tiza roja
las palabras que ya nunca volverán a nosotros
y me obliga a pronunciarme al amanecer,
como si los años cayeran de golpe y fuera ya un anciano.
f.
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