(De “Postales de Mikonos”)
De innúmeras fatigas consta la jornada del ocioso:
de qué lado tumbarse, si conviene así o de aquella otra manera
proceder en los largos momentos que la costumbre
desampara, decisiones que a la luz de lo irrisorio
aterran por su magnitud, menos advertida
en largas mesas de Consejos de Administración,
siendo a simple vista sin embargo de más pesada enjundia
decisiones que a menudo implican, por ejemplo,
ruina de ahorradores modestos o despidos
masivos de trabajadores.
Se verá así al ocioso demorar con grandes precauciones
cada elección, lo mismo cuando se trata
de parase a mirar de soslayo este o aquel hombro,
muslo o cabellera que el sol, más ciego, por igual fulmina
sea cual sea el cuerpo movedizo que en la arena
por la inmovilidad finge apostar, temible.
*******
(De “Meditación en Jerba”)
Hay lugares que el tiempo santifica
y tiempos que el lugar hace festivos:
los muertos hacen señas a los vivos,
barridos por el viento
que su piedad fabrica
por extender el vuelo de su aliento,
por dejar que resuene
de un remoto aleteo el suave acento.
Feliz quien como Ulises se detiene
el tiempo justo que al lugar conviene.
La isla el viento allana,
a la imaginación siempre propicio:
¿qué mejor edificio
dará de buena gana
acogida al relato
del héroe mentido
cuyo viaje no tiene otro sentido
que el figurarse infiel a su retrato?
********
(De “Monte. Valle de Tena”)
A ciertas horas, bajo ciertas luces,
el monte no se deja llamar monte.
Se encoge, se dilata, se entrevela,
se hace telón pintado o, al contrario,
se viene encima pedregoso, fiero.
Saber común: el monte nunca es monte
sino en la estrecha cárcel del lenguaje
que apenas de sí mismo se alimenta,
entre envidia y terror de la certeza
que nombra monte su ceguera última,
el dibujo más cruel del horizonte,
la esclavitud mortal de la conciencia.
O bien, por el contrario, la fantástica
nostalgia de un perdido estupor mudo
que reclamase un eco del silencio.
Sea cual sea la plegaria al monte,
o es parca o excesiva. La justicia
no le concierne. Sólo está, se yergue.
Sin dios y sin ser dios y despatriado.
Oculto en su evidencia. Memorioso.
Custodio de saberes ya inservibles,
melancólico, escéptico, el coloso
aterra a quien de sí mismo se aterra,
alienta a quien no atiende a su enseñanza,
calma a quien no ambiciona sus favores.
De innúmeras fatigas consta la jornada del ocioso:
de qué lado tumbarse, si conviene así o de aquella otra manera
proceder en los largos momentos que la costumbre
desampara, decisiones que a la luz de lo irrisorio
aterran por su magnitud, menos advertida
en largas mesas de Consejos de Administración,
siendo a simple vista sin embargo de más pesada enjundia
decisiones que a menudo implican, por ejemplo,
ruina de ahorradores modestos o despidos
masivos de trabajadores.
Se verá así al ocioso demorar con grandes precauciones
cada elección, lo mismo cuando se trata
de parase a mirar de soslayo este o aquel hombro,
muslo o cabellera que el sol, más ciego, por igual fulmina
sea cual sea el cuerpo movedizo que en la arena
por la inmovilidad finge apostar, temible.
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(De “Meditación en Jerba”)
Hay lugares que el tiempo santifica
y tiempos que el lugar hace festivos:
los muertos hacen señas a los vivos,
barridos por el viento
que su piedad fabrica
por extender el vuelo de su aliento,
por dejar que resuene
de un remoto aleteo el suave acento.
Feliz quien como Ulises se detiene
el tiempo justo que al lugar conviene.
La isla el viento allana,
a la imaginación siempre propicio:
¿qué mejor edificio
dará de buena gana
acogida al relato
del héroe mentido
cuyo viaje no tiene otro sentido
que el figurarse infiel a su retrato?
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(De “Monte. Valle de Tena”)
A ciertas horas, bajo ciertas luces,
el monte no se deja llamar monte.
Se encoge, se dilata, se entrevela,
se hace telón pintado o, al contrario,
se viene encima pedregoso, fiero.
Saber común: el monte nunca es monte
sino en la estrecha cárcel del lenguaje
que apenas de sí mismo se alimenta,
entre envidia y terror de la certeza
que nombra monte su ceguera última,
el dibujo más cruel del horizonte,
la esclavitud mortal de la conciencia.
O bien, por el contrario, la fantástica
nostalgia de un perdido estupor mudo
que reclamase un eco del silencio.
Sea cual sea la plegaria al monte,
o es parca o excesiva. La justicia
no le concierne. Sólo está, se yergue.
Sin dios y sin ser dios y despatriado.
Oculto en su evidencia. Memorioso.
Custodio de saberes ya inservibles,
melancólico, escéptico, el coloso
aterra a quien de sí mismo se aterra,
alienta a quien no atiende a su enseñanza,
calma a quien no ambiciona sus favores.
Mariano Anós