Morir bajo la lluvia,
cuando los silencios tienen la holgura de lo que duele.
No hay ciudad que conozca que no se quede parte de mí,
de ese instante en que mis pies fueron huella frágil sobre ella,
en las horas en que mi piel tuvo la caricia de su entorno,
la compañía, como un único hemisferio
que se recoge para siempre donde nadie puede borrarlo.
Probablemente nunca muera en París,
ni acabe mi existencia rodeado de los canales de Venecia,
ni expire en Florencia, Roma, Budapest o Praga...
Un círculo, nevado por el invierno,
tiene mi corazón entre sus dedos,
y si cierro los ojos en días de distancia y soledad,
puedo seguir navegando por el Loira,
contemplar en mi búsqueda los muelles de Honfleur,
pisar la isla de Csepel rodeado del Danubio
o dejar caer mis monedas en medio del teatro en Epidauro
y saber que su eco suena como si fuera un sonido universal.
f.
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