Fuera hacía frío, siempre era invierno en esas costas.
Tasada la humedad en milímetros cúbicos
nunca se termina de abrazar el verano.
No sé si era el viento
con el sonido aletargado de las drizas en los barcos
o la melancolía de los muelles vacíos,
la que nos inundaba, rebosada de ansiedad,
con el final desarmado de noviembre,
porque aunque su mano se sabía dócil en la mía
y caían sus preguntas como una tenue y dulce lluvia,
teníamos, sin saberlo, la hambruna de gusanos,
la branza atada al otro como una condena,
la que nos unía en las horas muertas
en las que su cuerpo se mecía en mis manos
con una fuerza de marea
que nos hacía morir entre las sábanas.
f.
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