Siempre acabo en la distancia,
en la línea que marca el no retorno.
Sin puentes, sin muelles, sin andenes...
Me recojo en la música,
con su sonido me arrastra
por las estrechas carreteras de la costa.
Viajo prisionero de la lluvia,
como solo yo sé sentirme
en estos días plenos de efervescencia,
sujeto por las manos abiertas del silencio.
Fumo tranquilo, varado en un amplio remolino de viento
que murmura sílabas metálicas en las agujas de los pinos.
El mar es una hondonada gris azulada, oscura,
como todos los desiertos cuando anochece,
aunque este brama contra las rocas,
enfurecido por no saber respirar
su soledad en medio de la nada.
Sigo el orden previsto,
bebo la ginebra tibia,
contemplo el anochecer,
siento la vida latente esperando
como un animal que se complace en saberse triste.
f.
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