Entonces fue Nápoles la ciudad de la dicha.
Los días eran de geranios
y las noches frescas bajo la brisa
tenían el dolor del amaranto,
crepúsculos donde el mar, guardián sempiterno,
se deshacía en la ebria medida del otoño.
Calles respirando un tiempo pasado,
museos, palacios, pálpitos dormidos entre sombras,
pululando entre un murmullo incesante
donde la vida galopa a cada golpe de timón
y al olor de la sangre se hace trama,
peligro en los tranvías y en el acelerado tumulto de la urbe.
La noche siempre nos guardaba una canción,
el lado donde la caricia se abalanzaba sobre nosotros
y nos hacía ser un poco más de un mundo aparte,
unidos como los jóvenes amantes napolitanos
por cientos de candados cerrados mirando al Vesubio.
f.
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