La poesía es un arma que se dispara sola como el amor de un loco

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martes, 1 de mayo de 2018

Prólogo del poemario A plena luz escrito por Nacho Escuin









La velocidad y el deseo

Nacho Escuín



La medida de la poesía

Cuando hablamos de poesía, lo primero que viene a la cabeza de alguien es que se trata del género más condensado, hermético, esencial y complejo de cuantos existen. Y suele vincularse también a un proceso de creación lento, preciso, fruto de correcciones infinitas que nunca terminan salvo por la llegada de la fecha límite de meter el manuscrito en imprenta.

Y todo ello es verdad, pero como todas las cosas de la vida, solo parcialmente, o de forma interpretable. En la literatura, como en la vida, supongo, el factor velocidad es el menos importante. Cada uno tiene la suya. Se trata de un ritmo interno que a veces es más o menos rápido entre sí, o entre el resto de individuos. Uno no escribe siempre el mismo número de poemas, ni lo hace de la misma forma en todas las épocas de su vida. Es necesaria la perspectiva y el paso del tiempo para decir si este o ese autor escribió mucho o poco, o si fue verdaderamente interesante su obra sea esta de la extensión que sea.

Nadie a estas alturas se plantea ya si la obra de Shakespeare o Lope es de cantidad adecuada. Nadie en su sano juicio se plantearía ya si es más importante la obra de un poeta por ser más o menos cuantiosa, y con esto no debemos confundirnos con el término contenida. La poesía puede ser más o menos precisa, estar más o menos cuidada, sea cual sea el volumen escrito, sea cual sea la naturaleza del propio poema, y más en unos tiempos en los que hemos asumido que los géneros han difuminado sus límites y conviven en un espacio llamado literatura.

Solo son asuntos menores estos, clichés conversacionales en los círculos poéticos que bien poco tienen que ver con la propia poesía. A fin de cuentas cada poeta escribe lo que tiene que escribir, de la misma forma que los versos miden lo que tienen que medir.

¿Y por qué todo esto? Pues bien, porque a veces es necesario decir algunas cosas que aparentemente nada tienen que ver con las cosas que importan, o quizá sea porque para hablar de las cosas que importan primero hay que lanzar al aire lo más lejos posible aquello que no merece la pena ni mencionar. Y también porque a veces es necesario esbozar el paisaje antes de adentrarnos en la delimitación de uno de sus elementos. A fin de cuentas, vamos a hablar de poesía y esto es, en el fondo, como hablar de la vida.


La poesía aragonesa vive su verdadera edad de oro. Así de taxativo puede afirmarse, así de contundente puede defenderse que tanto en cantidad como en calidad nunca Aragón ha gozado de tanta poesía y tan interesante en su territorio. Esto se debe a esos milagros que la cultura arroja de vez en cuando y a la importantísima labor de todas las partes del sector involucradas: autores, editores, libreros, distribuidores, críticos y agentes culturales. Además, hay un elemento extraordinario que facilita esta situación, la buena sintonía reinante entre los poetas de las diferentes generaciones. La herencia poética de la generación del Niké permanece más viva que nunca y entre los jóvenes poetas no es nada extraño encontrar citas y versos reescritos de Miguel Labordeta, Fernando Ferreró o Julio Antonio Gómez. Además, la figura con más trascendencia en la vida poética en Aragón, Ángel Guinda, ha servido de nexo entre las generaciones proporcionando a unos y a otros los nexos para relacionarse vitalmente y poéticamente. No es nada extraño encontrarse reunidos tras una mesa después de la presentación de un poemario a diferentes referentes generacionales de la poesía en Aragón, con absoluta normalidad.

En ese panorama, en esa fotografía que representa la aceptación y el respeto a las poéticas anteriores y por parte de los poetas mayores de las poéticas más jóvenes emergen algunas figuras que lo han fomentado y lo han hecho posible. Me refiero a aquellos que además de escribir y leer o, en el orden que queramos, leer y escribir, aquellos que van a las presentaciones y compran los libros, aquellos que editan… a todos esto hay que sumar los casos excepcionales: aquellos capaces de hacer todo lo anterior y además coordinan ciclos de lecturas.

La poesía, a pesar de la imagen que pueda tenerse desde fuera, está repleta de gente generosa que se esfuerza en hacer posible lo imposible, en luchar para que haya espacios que la poesía ocupa y ya no abandona. Y en medio de ese panorama hay una figura que emerge de un tiempo a esta parte en nuestra Zaragoza gusanera. Se trata de un grandullón al que veíamos apoyado en las barras de los bares donde hace más de diez años empezamos a soñar con una Zaragoza poética como la que ahora tenemos. Era tímido y acompañaba a alguno de los poetas más reconocidos de nuestro panorama nacional. Después supimos que escribía. Participó en alguno de esos recitales colectivos en lugares que son ya memoria de nuestros trasuntos literarios: el Páramo, la Caja tonta, Desafinado, Interferencias… Y después comenzó a publicar libros, a ganar premios, a estar detrás de muchas de las cosas estupendas que pasaban en Zaragoza, llegó a la Campana de los perdidos y la cambió para siempre, y… sí, se trataba de Fernando Sarría.

Hablar de poesía no es solo hablar de buenos poemas. En algunos casos también hay que detenerse para decir todo aquello que hacen algunas personas para que otros puedan tener un terreno más favorable desde el que escribir y leer buenos poemas, si es que son capaces de escribirlos y leerlos, claro. Merece la pena escribir unas líneas de agradecimiento eterno a quien ha puesto mucho de su tiempo y de su vida al servicio de los demás; a quién generó la mayor antología de poesía que se ha hecho en nuestra comunidad gracias a su Crepusculario; hacia quien creyó en los blogs cuando no sabíamos qué era eso, o quien hizo de Facebook un arma de difusión masiva de la poesía, propia y ajena.

Hablemos pues de poesía.



La medida de Fernando Sarría

En el año 2008 el nombre de Fernando Sarría apareció en las mesas de novedades de las librerías de nuestra comunidad y algunas de las librerías más curiosas de España, de la mano de una pequeña y caótica editorial, Eclipsados, que puso más voluntad que medios para que la poesía de Sarría fuera conocida. En muy poco tiempo El error de las hormigas se convirtió en un acontecimiento en nuestra ciudad. Recuerdo, incluso, que algunas personas se desplazaban desde otras ciudades para que pudiera el autor firmar ejemplares tanto en el Día del libro de aquel año como en la posterior Feria del libro de Zaragoza.

Fernando Sarría había conseguido llevar la poesía a una nueva dimensión en cuanto a su difusión: manejaba bien las redes y al mismo tiempo había sembrado muy bien el terreno poético aragonés. El error de las hormigas se convirtió pronto en un libro importante de la poesía escrita desde Aragón, y convirtió a Fernando Sarría, hasta ahora observador de lo que los demás hacían, en parte de ese ingente grupo de poetas que comenzaban a lucir dentro y fuera de nuestra comunidad.

Sarría comenzaba a mostrar algo de lo que iba a ser su estética: la delicada figura de la experiencia bien contada, el lenguaje propio de una época y unos referentes cargados de presente y actualidad, la persecución del deseo, el soniquete de una banda sonora llena de cantautores o trovadores modernos, y una innata facilidad para adquirir marcas estéticas de los grandes poetas de la historia y hacerlas propias en sus versos.

Después llegó El Alhaquín (2008), a través de un accésit logrado en el ya extinto Premio de la Delegación del Gobierno de poesía. Dos cosas afirmaba este libro: Fernando Sarría había llegado a la poesía para quedarse y nadie sabía quién era Fernando Sarría poéticamente.

Diría que el libro causó sorpresa. Diría también que algo de admiración entre sus semejantes, pero eso nunca lo reconocerá casi nadie. El poeta había mutado estéticamente en un estilo contenido, cercano al aforismo, certero y frío como un témpano de hielo que atraviesa la noche. Y había esbozado acaso el rasgo estético que nadie esperaba: ser muchos poetas en una misma persona.

Tuvieron que pasar dos años hasta la reaparición poética en las librerías de Fernando Sarría, y eso hablando como hablamos de este poeta y su ritmo poético y personal, pareció una eternidad. Todas las mentiras que te debo (2010) evocaba en esta ocasión, a aquellos poetas de largo aliento, de verso encabalgado hasta el infinito y ritmo prosaico. Se diría que el poeta contenido ahora se había desatado y se había dejado llevar por la ciudad y el peso de los pies sobre el asfalto, los semáforos, los bares con música de moda y las terrazas donde la vida pasa y se va, como se va el verano y el poema.

Hasta este instante, el poeta y yo habíamos cantado juntos.

Babel en las manos, libro publicado por Olifante en 2011, elevó la voz de Sarría a otros lugares y se convirtió ya, de alguna forma, en un poeta canónico.

Pero ¿qué es eso del canon? Pues bien, podríamos decir que esa medallita que uno recibe cuando un poeta es habitual en los recitales aragoneses, habitual en las mesas de novedades, habitual en los suplementos literarios y programas de televisión (en el también ya extinto Borradores, acaso el mejor esfuerzo por acercar los libro a la televisión que realizó Antón Castro) y, finalmente, habitual en toda antología de poetas aragoneses que se precie. Fernando había llegado hasta allí, pero eso no era suficiente, quizá no era ni el principio.

Babel en las manos mostraba un poeta más intelectual, culturalista, incluso. Llenó de referencias sus textos sin perder su habitual ternura poética, confeccionando así un dolce estil novo en su ya rico taller creativo. Sarría daba un salto más sobre el alambre y el texto mostraba a la vez el mismo poeta de siempre pero envuelto en referencias de todos los ámbitos, multicultural, postmoderno, postsarría.

Las horas (2012) supuso una tesela más en esa obra total que el poeta iba construyendo paso a paso. Quizá en esta ocasión la transición hacia un nuevo poeta fue más suave, más moderada y veneciana, más novísima o afectada por las ruinas de Itálica, marcada por un lirismo cultural bello como un museo de cera o un lugar en el que llorar, llorar y llorar. La mayor novedad estética y formal fue la aceptación de la oda como fórmula habitual del poema, la consolatio, y cierta melancolía y nostalgia de aquel tiempo pasado que fue mejor, o siempre será recordado como mejor. La memoria tiene eso, es capaz de maquillar, es selectiva, es solo la sombra de lo vivido.

En ese mismo año, Fernando Sarría publicó un segundo episodio poético, Calafell. Este, hasta la fecha, es su libro más filosófico. Del mismo modo que había sorprendido anteriormente con formas de decir que nadie le suponía, Sarría reflexiona ahora asentado en su propia vida sobre el dolor y los recuerdos. La infancia, la noche pausada y silenciosa que lo atrapa todo, conversan con su yo anterior, aquel que fue feliz y triste y tuvo que ser demasiado maduro para ser niño y demasiado niño para que la vida no dejara ya para siempre alguna cicatriz imborrable.

2012 debería llamarse en los calendarios poéticos “el año Sarría”. En agosto, al margen y clandestino, como la buena poesía tiene ya la costumbre de reunirse en Logroño a la vera de Beltrán, Cabezón y San Román, entre otros, el poeta firmaba el que, a mi juicio, es su mejor libro: el vibrante Bares, donde el ritmo más frenético, los referentes más auténticos y toda su ternura –que es infinita- conviven.

Fueron los avatares editoriales, sin duda, los que llevaron al poeta a este “exceso”, a esta orgía de poemarios publicados. El orden de la edición de los libros de poemas no supone una sincronización con el momento o el orden en el que fueron escritos. Los devenires de las editoriales independientes hacen que, en ocasiones, un libro esté pendiente de edición varios años y el azar lo haga coincidir temporalmente con un trabajo mucho más moderno. Pero en la obra de Fernando Sarría esto no es un problema. El poeta publica sin miedo a hacerlo, se mantiene aislado y sin mostrar demasiada atención a este detalle. Escribe, escribe mucho. Vive, vive mucho. Publica siempre que puede y cuando puede hacerlo, y construye a su ritmo una obra poética en la que se dan acontecimientos como los citados, pero que bien podrían no haberse dado.

Sin duda el 2012 fue un gran año que nunca olvidaremos.

El buril y la piedra vio la luz en 2013. Este libro pudo haber despistado a los lectores que no conocían el proyecto poético de Sarría y su ritmo. De alguna manera este poemario suponía una vuelta a la reflexión calmada, a una poética contenida. También planteaba la importante novedad del distanciamiento del yo ante el poema. Por un momento la autobiografía de ficción o la ficción experiencial parecían languidecer dando paso a una depurada visión en perspectiva de las verdades del mundo, para desde ellas desvelar las propias verdades.

El poeta buscaba respuestas que pudieran ayudarle y que pudieran guiar también a sus lectores por las profundidades de una poética llena de preguntas. Sarría se mostraba como un autor con el tono de quien emprende una búsqueda de una nueva voz, de un nuevo poema. De todas las cosas que se pueden decir acerca de este poeta y su poesía, creo que la más certera e indiscutible es su inmensa sed poética, su necesidad de beber sin parar de diferentes fuentes para construir luego sus propios versos, y su inmensa necesidad de renovarse a cada libro.

Silencio (por favor) fue un estupendo libro publicado en 2014, aunque, a mi juicio, de título poco afortunado. Nombrar el silencio no es hacer poética de silencio, aunque algunos lo crean, pero esa segunda parte del título empujaba más al lector a pensar que se trataba de una parodia poética de estos textos que de un libro tan enjundioso y potente como este. El silencio y su presencia en los poemas es uno de los clichés habituales en la poesía contemporánea y Aragón, reflejo de ese crisol estético actual, presenció cómo algunos de sus poetas se lanzaban a intentar seguir los pasos de Valente o de sus semejantes. Sarría, de nuevo, no ofrece solo una relectura estética, consigue hacer una versión intransferible de lo leído, convirtiéndolo a través de su habitual todo en una oda al silencio acelerada, ruidosa, si se me permite, pero majestuosa y atinada.

Es probable que este sea el libro más complejo en la obra del poeta. Y me aventuraría a decir que es uno de los mayores ejercicios de riesgo estéticos acometidos por él, y hablando de Fernando Sarría eso es mucho decir.

Llegaba en 2014 Poemas de la incertidumbre, un libro lleno de referentes universales y el regreso del poeta más “canalla”. La verdad es que adoro la manera de escribir de Fernando Sarría cuando se desata, cuando es capaz de reírse de la supuesta seriedad de la poesía, de la mística que se genera en torno a su escritura y al supuesto talento otorgado por los dioses. La poesía es para Fernando Sarría algo habitual. Creo que debemos destacar y aplaudir el enorme ejercicio de normalización que no solo ejerce como poeta si no también como lector, gestor de eventos culturales, etc. Porque una vez más la poesía es como la vida, y detrás de un ser bondadoso, cariñoso, tierno, divertido y un poco canalla, sus poemas, si son de verdad, serán como él mismo.

Ahora que no tenemos prisa, y nos encontramos conversando tú y yo un poco antes de que despedaces esta antología. Ahora que tenemos algo de tiempo para pensar acerca de lo que supone todo esto, de lo que parece no importar pero es finalmente lo que más importa, de aquello que no es solo poesía pues es vida pero también literatura, de lo que emerge de lo más profundo y de lo que los demás han escrito –ladrón que roba a un ladrón- o han vivido o dicen haberlo visto. Ahora que Cohen ya no está y Dylan es dios y su arcángel Patty le hace el trabajo sucio (como aquel verso fantástico de Iribarren iniciando la antología de Wolfe), ahora que los tiempos ya han cambiado, ejercicios de este tipo son necesarios para acercar la poesía a todos los públicos, a todos los lectores posibles. Fernando Sarría ha roto la barrera estética, genérica, de los públicos, lo ha roto todo –por fortuna- y a ver ahora quién puede devolver “las cosas a su sitio”, ni maldita la falta que nos hace.

La armonía en el vuelo de los pájaros (2014) es una declaración explícita de su gusto por el poema en prosa, por la búsqueda incansable de nuevos referentes, como Roberto Juarroz. Es un libro que se abre ante el lector como un desierto. Ejerce la misma fuerza de atracción y la seguridad de que el trayecto estará lleno de preguntas sin respuesta y pasos perdidos sin dirección. Un jardín que anuncia la llegada de la primavera y su futura belleza, y la terrible duda de si seremos capaces de llegar a observarla. La música de la verdad, la muerte y la ausencia. La canción que define a un hombre.

Otra canción, La albada, fue publicado en 2015. Este es el último poemario recogido en esta antología, aunque todos sabemos que no es el último poemario escrito en esta época y que, a buen seguro, aparecerá cuando sea posible, donde sea posible. Se trata de un poemario de quien ha entendido que pasar de largo es una buena manera de atravesar la noche y ser la noche. Es ese soniquete que todos canturreamos cuando aceptamos que estamos vivos y que vivimos la vida que deseamos vivir. Es un libro lleno de deseos, de sueños que se cumplirán o no pero que habitan y alimentan la imaginación de quien sabe que en cada poema está la salvación, y en cada verso la propia vida.


Y todo esto es esta antología. Un buen puñado de poemas de un buen puñado de libros. Invito a todos a dejarse llevar por el ritmo frenético y huracanado de una poética fascinante, ecléctica, explosiva y tierna, dura y dulce como solo la propia vida lo puede ser. Esta es la esencia de un poeta, de quien ha sido capaz en unos pocos años de condensar toda la poesía que cabe en su interior, que es mucha. De quien ha escrito como ha vivido, de quien sabe que el verso es solo fácil para quien tiene facilidad, de quien nos ha regalado horas de poesía y reflexión. Es momento de abrir la antología, de buscar luego cada uno de los libros, estoy seguro de que vais a descubrir a un gran poeta que sueña con grandes poemas y los escribe, con grandes libros y los pública, ¿o no?





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