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lunes, 9 de octubre de 2017

Un quehacer de bosque y atalaya de silencios











Un quehacer de bosque y atalaya de silencios,
esa bruma que no cesa de buscar mi herida,
la voz queda, la carcoma que enmudece en mi regazo
y deja al otoño enclavado en ese instante,
entre la tormenta que se fue y la lluvia que ha de derrotarme.

Vivo, contemplo mi vida,
toda es una serie de huidas abiertas al amanecer,
tienen la cadencia de las calles de mi infancia,
empinadas de sombra y carasoles,
con viejos que miran la oscuridad
y buscan un rincón para sentarse
y ver pasar a los que murieron.

Ellos se arman de lumbre y luna para cruzar ante mis ojos,
no los temo, yo creo en los cipreses,
en su vigor de pájaros, en su búsqueda del cielo.

Arde mi pecho en la incertidumbre
y todas las preguntas me traen el viento,
nada, nada, nada, en la tierra no hay nada.

Reposan las abejas su sueño,
queda mi corazón abierto sobre una piedra,
piso el barbecho de los viejos trigales de invierno,
enciendo la verdad, luce como un ángaro quebrado
en su lamento de desiertos y noches.




f.




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