Todas las carreteras nos llevaban al bosque
y nos hundían sin remedio en el mar.
Ese viaje fuera de las luces nocturnas de los arrabales
tenía en nuestro corazón todo el deseo de la eternidad.
Escuchábamos respirar la noche,
navegar los astros en el cielo,
y golpear el mar sobre las rocas,
con su pulso constante e inevitable.
Ella era un ángel, yo el fiel amante
que en silencio esperaba acompañarle en su soledad.
En medio del verano poseíamos el ímpetu de lo fugaz,
solos, con la música en la radio del automóvil
y el aroma de las flores frescas cortadas en el jardín.
f.
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