Subía la escalera y solo me esperaban las nubes y el cielo.
La tarde como una enredadera de luces y sombras
se derramaba borracha sobre mí
y el olor de las rosas, suave y perenne,
dejaba un halo único de complicidad.
Traía un libro, música y la alegría de esperarla
mientras la soledad se recomponía con el vuelo de los pájaros
y abajo, en la calle, la gente iba y venía con su prisa de siempre.
Pero que remoto se hace el tiempo,
como escancia su sidra sobre nosotros
y deja ese burbujeo incesante donde perdernos.
Seguro que en la sombra de esa atalaya
todavía quedan ciertas miradas, cierta espera,
que tienen sin saberlo sílabas con su nombre y el mío.
f.
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