Se nos iban despacio las tardes del verano.
Sentados en los veladores,
debajo de los parasoles,
mirábamos partir los barcos pesqueros.
Lentamente abandonaban el puerto
dejando atrás un vacío inconfesable,
una triste sensación de desamparo
que también nos inundaba.
Junto al mar lo azul era lo preciso,
abarcaba los extremos del horizonte y del cielo
y se reflejaba en nuestros cuerpos
como un aceite invisible que todo lo impregnaba.
A esas horas
hablábamos de cosas intrascendentes
pero a la vez muy nuestras,
dejando preguntas en el aire,
mientras la complicidad nos relajaba,
con caricias y juegos de las manos,
suaves y diminutas expresiones de cariño
que nos erizaban como la brisa.
Subía entonces la marea
y el mar nos acallaba
rompiendo con fuerza,
frente a nosotros,
las olas en las rocas.
f.
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