Recuerdo esa estancia donde nos perdíamos.
Un hilo de cobre fundido entre tu boca y mis manos.
La álgida avenida de tus muslos,
el ebúrneo triunfo de la siega
en mitad del deleite mío entre tus otros labios.
Cada hora era cortada en el quehacer de la carne,
instante a instante, como dulce presagio,
en la umbría de tu pecho
se erguían dos palomas expuestas a la luz
mientras un ir y venir de pájaros,
en el ventero de las nubes,
deshacían el silencio y traían de muy lejos,
esa distancia, que siempre, hasta en verano,
agobia en los crepúsculos.
De entonces traigo en mi memoria,
como un momento inolvidable,
el aroma de tu cuerpo mojado
por el doble quejido de la sal y la dulzura.
f.
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