No he caído en los viejos pasos de la palabra.
Solo me someto al fulgor de la lluvia,
la hogaza de luna que cabe en mi boca,
lo incandescente que nos rebosa en la ardentía del océano.
Soy azul y rojo como lo acrisolado de un atardecer,
las efímeras huellas de la luz que ahondan adentro,
aquello, que en su hurgar de sable
deja cicatrices invisibles y perennes.
Esa llama es la soledad,
la pantera de una selva oscura,
un corazón tallado en piedra que respira en el alumbre,
los cristales del agua hervida por las nubes...
Queda en mis yemas el brin rojizo,
las flores diminutas que me acechan,
la calima de la sal,
una branza de siglos
que anuda mi vida a las raíces,
un tiempo sin tiempo,
un amor verdadero sin amor,
la argucia de la umbría mordiendo mi pecho,
el acónito, bebido a sorbos, acechando,
la artesa donde se amasa todos los olvidos.
Así llega la hora,
suena el teléfono y es la lejanía,
una forma más de morir
estremecidos y solos entre sábanas de hilo,
frías y húmedas, como el resurgir inevitable de todos los inviernos.
f.
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