Entonces supimos
que el amor no era aquella sombra
que urdía en la palabra,
ni la ventura de no saber caernos
de frente junto al otro.
Habría sido hermoso desenredar la vida,
la eternidad de lazos y jirones
que viene con el viento y se desnuda
cuando la noche en calma
presume de atalayas.
Crecer como la hiedra
que a impulsos de la luz
se inquieta en las paredes,
sentir junto a su mano
el roce inaccesible de un vértigo caliente,
y en la soledad preciada del amanecer,
recoger junto a los sueños
ese ciego tesón
donde siempre queda pendiente
un dolor de nudillos,
un breviario de horas,
un nuevo recomienzo.
f.
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