Llegó la lumbre y todavía éramos la noche.
La oscuridad nos envolvía como a las sombras
que se alimentan de dunas y silencio.
Quisimos ser del mar y derrumbarnos en la húmeda arena
mientras las olas nos empapaban el cuerpo con sal y espuma.
Nada nos dejó este naufragio
salvo la herrumbre de las algas
y la percepción de la muerte
surgiendo impoluta al ver los astros que en el firmamento
navegaban callados entre los tules nocturnos.
No fuimos nada, una huella de simiente en los farellones,
un eco en los muelles vacíos
y la tibia caricia abandonada en el refugio de las barcas
las que con sus panzas al viento nos ocultaban,
presos irreverentes ante la quietud.
Solo existió un instante de luz
al contemplar la línea que emergía victoriosa en el mar.
Aprendí que donde nadie sabe más que tú de tu soledad
no hay flecha que pueda desangrarte,
aunque el cielo se pronuncie en gritos de gaviotas,
el horizonte te desnude de preguntas
y el viento tense en escalofrío la ebria desazón del amanecer.
f.
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