No nos sirve el gesto resguardado de una caricia,
la mano tibia enredada en el otro,
ni siquiera el desnudo beso
que deja la humedad en su cuello
y la estremece hasta cerrar sus ojos
enarbolando un leve gemido de complicidad.
Nos busca, vigilante, el colapso,
el ansia de rompernos el uno en el otro,
sin concesiones: un duelo entre dos cuerpos.
Ese animal que nos habita
tiene un nombre confuso,
una sombra que alimenta otra sombra,
un fuego que corre por las venas
y que arrastra hasta empapar en un sudor mágico
todo lo que trae en su tormenta
y que ansía ahogarnos, fundirnos, ser un solo deseo.
f.
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