Lo peor era la tristeza,
la tristeza sin fin,
la tristeza,
que lo invadía todo,
que lo corrompía todo,
que calaba hasta el tuétano del alma,
allí donde se esconden
los sueños más oscuros.
Juguetes de madera,
caramelos que se pegaban a la lengua,
coches de gasógeno sucios, solitarios,
en las avenidas grises,
como viejos dinosaurios oxidados
que no iban a parte alguna.
La gran avenida donde abría sus puertas
el cine de los deseos imposibles,
las caricias llegadas de países tan lejanos
como el viento de los plátanos.
Y la tristeza,
la tristeza sin fin,
la tristeza
en mis ojos de niño asombrado,
en mis días teñidos de nostalgia,
con la melancolía del que aún no ha vivido.
La tristeza pudriéndome el alma,
oscuridad de siglos, seres crucificados,
desnudos, torturados,
sangre derramada, palabras atroces,
miedos, diarreas,
frases sólo pronunciadas
para asustar a un niño.
Sopa de fideos rancios,
sotanas ajadas,
sudor de axilas carcomidas por el desamor,
la soledad, el odio, la rutina,
cárcel de las ideas muertas.
Y la tristeza,
la tristeza sin fin,
la tristeza
en cada rincón del patio,
bajo las nubes grises,
en el barniz barato de las mesas de pino,
en los tinteros rebosantes de nuestra propia sangre,
encerrada en los sabañones
de fríos inviernos de cal y bruma,
en las farolas de gas
prendidas al atardecer por siniestros vampiros alados.
Me despertaba en el corazón de la noche
atenazado por la angustia.
Llamaba a gritos a mi madre, pero ella nada podía hacer.
También pertenecía a la tristeza,
la servía con el torpe fanatismo de los inocentes.
La tristeza,
la tristeza sin fin,
la tristeza.
Moríamos de tristeza sin saberlo
en las heladas calles batidas por la lluvia.
Ricardo Vázquez-Prada
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