Vilas dibujaba un día una panoplia de dioses del rock en su caja metálica de viaje, veinte años decía entonces y que ahora serán más, en que le han seguido como seudónimos de si mismo cuando los tarareaba y eran sombras frescas en su mente de noches largas de cervezas o cubatas y otras tardes, como de domingo, en que sólo ellos sabían arramblar con el silencio que cruje en lo más intimo. Para ser sincero, en mi odeón no están los mismos, soy menos rockero de chupa negra, y me han dado su mano una pléyade diferente a los suyos, pero cercana claro está en el tiempo, y que siguen rumiando en mi cerebro desde mi infancia como una gran sinfonola en la que sus siluetas y canciones se dejan sentir entre los recuerdos como si cada acto mío tuviera que tener su propia sintonía.
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