Tenía en su mirada esos días robados al azar del otoño,
un verano último de zarcillos crecidos en sus manos.
Era el regalo envuelto por el atardecer
cuando llegaba de improviso anhelando mi boca,
besándome y cerrando los ojos,
para ronronear como una gata satisfecha
al rozarse su cuerpo con el mío.
No había reposo, se entregaba ciega,
hasta que el alba
abría senderos de luz en nuestros ojos,
bebiendo, hasta la última gota,
el vino oscuro del deseo,
acoplada a mí
como si no existiera más razones para vivir.
Solo fueron esos días, tan lentos, tan escasos,
perdidos en el calendario,
que cerraban el verano.
f.
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