No tiene mi palabra la humedad del agua bendita,
ni el sonido de los claustros, ni la letanía de los rezos.
No cree en nada que amalgame el olor del incienso,
la brisa de lo que hablan las biblias,
los advientos que traen epifanías...
Es más bien de la luz de un ángaro,
el que dejan los rastrojos ardiendo del sarmiento,
esa esperanza sin esperanza que solo nos viene al abrir los ojos,
contemplar las cosas diminutas,
respirar la tibieza de la carne,
saber morir con el miedo y el dolor
de que nada hay detrás del último silencio.
f.
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