Mis manos no llegaron nunca tan lejos
y sin embargo sentía arder el fuego
que hurgaba el horizonte.
Todo el verano lo cubría la sal,
en la piel era veneno y sangre en la boca.
Su cuerpo arrastraba luces en el atardecer,
sombras azuladas
que recorrían su espalda y me hacían palidecer.
Los astros enmudecían cuando ella era la noche,
y desnuda y en la caliente brisa
germinaba la esencia de la lumbre en sus labios,
la que calcina casi todas las palabras
y ahoga como una soga húmeda la respiración.
Era el paso del silencio en esas horas muertas
de humo y alcohol prendidas al amanecer,
cuando cada sílaba se derrumbaba como un latido
en la espera final de un corazón a punto de morir.
f.
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