Me recreo en las sílabas que deja el tacto.
Húmedas, las palabras tientan la tarde y su reguero de sombra
y enardecen el silencio con preguntas de bosque.
La tormenta traerá junto a la cumbre
el palpito y el ansia vencidos en las manos.
Nunca se sabe que hace devorar
con hambre y sed de atardecer
esta espesura de urgencias y de muerte,
que tiene el aroma de todo lo vivido,
y que trae a mis manos la umbría y el desasosiego,
la calcinada verdad que se respira.
Luego nos llega el aliento,
la holgura a los cuerpos,
un quehacer de abejas y de lumbre,
la dureza extrema
que rompe con espasmos de luz
todo lo que un vientre guarece
para derribarlo en campo de besanas y barbecho,
en campos de otoños y silencio.
Todas las mieses, todas las nieves,
el deshacerse juntos en un aguacero
en que cada palabra nos retumbe como un trueno.
En la que cada sílaba sea la última daga
que se clava en la tierra,
y erguida en el agua
nos de el grano del centeno entre los dedos.
Que nos recorra en la hondura, dándolo todo,
como una fuente en medio de las rocas,
ese lugar donde beber es matar la urgencia,
aunque siempre da más sed
beber entre montañas.
f.
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