Poema XXXIII
Cuando Thelonious se sentaba al piano
toda la sala se sentaba con él,
nacía una sensación de alivio colectiva,
se miraban con ansiedad,
les unía la expectación de cruzar un umbral,
de vivir un tiempo distinto,
partir desde un muelle tranquilo
para hacer una travesía donde el capitán era él,
un hombre de dos metros, negro, barbado,
con un gorro estrambótico de cualquier extraña secta.
Suena cualquier gran éxito,
los abrigaba con Pannonica,
les daba de comer con Blue Monk,
les nutría con Straight, no chaser,
y el público era suyo,
los introducía en su noche primitiva y sutil,
única, de contrapuntos y silencios.
Él dejaba su turno a Charles Rouse,
Su saxofón irrumpía mientras él en la sombra,
quieto, dejaba hacer a su saxo tenor
para entrar de nuevo y transportarlos,
en un viaje por casi todas las teclas del piano,
centímetro a centímetro a un lugar de misterio,
bosques y selvas tropicales cortando senderos a machete,
irrumpiendo en la estepa con la sutileza de un trineo,
rasgando el velo de la luz, el haz de una flecha,
conmoviendo desnudos de atavismos a todos.
Él los silenciaba, les pedía sin moverse el aplauso,
los conducía por un tobogán en el que pasa el tiempo.
única, de contrapuntos y silencios.
Él dejaba su turno a Charles Rouse,
Su saxofón irrumpía mientras él en la sombra,
quieto, dejaba hacer a su saxo tenor
para entrar de nuevo y transportarlos,
en un viaje por casi todas las teclas del piano,
centímetro a centímetro a un lugar de misterio,
bosques y selvas tropicales cortando senderos a machete,
irrumpiendo en la estepa con la sutileza de un trineo,
rasgando el velo de la luz, el haz de una flecha,
conmoviendo desnudos de atavismos a todos.
Él los silenciaba, les pedía sin moverse el aplauso,
los conducía por un tobogán en el que pasa el tiempo.
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